Parece ser que hace dos días, muy
de mañana, una tuitera fue llamada a declarar en un cuartel, por orden de la
Audiencia Nacional, acusada de difundir tuits violentos y casi asesinos. Ella
misma lo ha contado en las redes sociales. Almudena Montero –escritora,
periodista y guinista–, se quedó un tanto estupefacta cuando la acusación le
mostró el cuerpo del delito. Se trataba, siempre según la versión de esta
peligrosa nínfula de la red, de citas textuales del filósofo marxista Antonio
Gramsci, muerto en 1937 tras comerse seis años de cárcel por capricho de Benito
Mussolini.
La historia de Almudena es,
básicamente, triste. Que te enchirone una dictadura letrada por citar a Gramsci
aun resulta llevadero. Te llevas al talego el consuelo de que tus captores han
leído algo. La represión iletrada es más dolorosa. Y más represión. Una
justicia ignorante es una lotería. Y, casualmente, el gordo suele tocarnos
siempre a los mismos. La cultura no da la libertad cuando tus jueces carecen de
letras. Más bien todo lo contrario.
La justicia española siempre ha
sido muy pintoresca. Mantenemos en la legalidad y en las urnas a una Falange
Española que anda un día sí y otro también llamando a la asonada militar en sus
páginas web, permitimos a ex ministros como Mayor Oreja hacer apología del
fascismo franquista en los medios (“era una situación de extraordinaria
placidez”), indultamos a confesos torturadores por ser mossos d´esquadra y
enchironamos a una chica por difundir en la red la obra del pobre Gramsci,
aquel violentísimo tuberculoso. Muy pintoresco todo, ya digo.
De ser cierto, este caso de
Almudena despierta la imaginación de
cualquiera. No es fácil controlar los contenidos en red de casi cincuenta
millones de españoles. ¿Cuántos policías tiene el Estado dentro de una covacha,
pegados al ordenador, para identificar y capturar con esta soltura a los
lectores de Gramsci? ¿Cuánto nos cuesta eso? Gramsci, creo yo, nos está
saliendo carísimo. Mejor que prohíban sus libros, los quemamos en las plazas y
acabamos antes, señores. Total, yo atisbo que vamos camino de otra “situación
de extraordinaria placidez”, y la extraordinaria placidez es muy de quemar
libros.
Sobrevuela España un fascismo
pudoroso de verbo, pues no se atreve a decir su nombre, pero decidido de hecho,
ya que actúa con feliz desparpajo. Y, mientras, nosotros nos enamoramos. Nos
enamoramos de nosotros mismos. De nuestra audacia al tomar las calles y rodear
congresos. De nuestras citas a Gramsci. De nuestro pacifismo desobediente. Pero
al final no desobedecemos. Porque no hay desobediencia posible ante una llamada
de la Audiencia Nacional. Ante una multa azarosa que nos costará más recurrir
que pagar. Ante un fraude bancario que hace pasar por caja a los que no tienen
ni cuenta en el banco.
Y, allá arriba, desde el cielo de
la liberté, la égalité y la fraternité, la raptada Europa nos contempla con
nada fingida indiferencia.
A riesgo de que me metan en la
cárcel acusado de un delito de malversación cultural, o algún otro absurdo de
parecido calado, recordaré la más famosa frase de Antonio Gramsci: “El viejo
mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los
monstruos”. Pues sí que tarda, camarada Antonio. Lo de la libertad y eso me
parece que va para bastante largo. Aquí la fascistería continúa instalada en el
claroscuro de la extraordinaria placidez, mientras nosotros, ya lo dije arriba,
nos enamoramos.
Público 9/1/13 Aníbal Malvar
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